FOGWILL

UN LUGAR BAJO EL MUNDO: LOS PICHICIEGOS DE RODOLFO E. FOGWILL
  en Julio Shcvartzman ;Microcrítica:Lecturas Argentinas. Buenos Aires, Biblos, 1996 (pgs. 133-146)
 



 
      
Se puede escribir para la guerra. Basta con poner toda la eficacia de la escritura al servicio de un bando y descargar la artillería verbal contra el otro. Así empezaron, con la guerra nacional. Nuestros cielitos, y siguieron las hojas y gacetas gauchipolíticas en las luchas civiles.

       Se puede escribir contra la guerra que desatan otros, y entonces denunciar la iniquidad de ambos bandos o de uno de ellos, esgrimiendo las cifras de un preocupante descenso de la curva demográfica (como Alberdi) o llorando pérdidas (como Guido y Spano).

       Se puede, en fin, ensayar una escritura de resistencia belicosa a toda asimilación del discurso bélico (y del discurso político, sea o no su prolongación "por otros medios"). Esta posición cuestiona la guerra, pero no es pacifista: libra su propia guerra. Recoge, para ello, distintas vertientes: el desengaño de la guerra, el fracaso de las expectativas, el resentimiento plebeyo contra jerarquías y disciplinas. No opone, al menos explícitamente, a los valores invocados, otros valores, ni la objeción de conciencia. Habla de otra cosa, no, por ejemplo, de la economía de guerra sino del negocio de la guerra. Puede amagar con lo antiestatal, pero sólo como abandono, como corte individualista, como desconfianza irreductible.

       Si hubiera que elegir un modelo argentino de esta posición, podría ser útil una composición fundacional, el anónimo "Cielito del blandengue retirado" (c. 1821-1823). El blandengue retirado resume la actitud y el tono del que, habiendo pasado por la guerra nacional y por la guerra civil, ya no quiere saber nada con banderías, y ve en todas ellas, casi parafraseando a Samuel Johnson, una astucia para apoderarse de lo ajeno: "No me vengan con embrollos / de patria ni montonera". (El "Cielito del blandengue retirado" puede leerse en la parte de antología del volumen de Jorge B. Rivera La primitiva Literatura gauchesca. Buenos Aires. Jorge

      Alvarez. 1968. También en Horacio Jorge Becco (recopilación, prólogo, notas y bibliografía). Cielitos de la patria. Buenos Aires. Plus Ultra. 1985.

       Esta salida del dilema de hierro de la guerra puede pulsar la indignación, el cinismo o la picardía, pero no entra en el juego de los usos de la guerra, o entra instaurando en ella sus propios usos, refracción o exasperación de aquellos.

      

      UN TRAUMA

       La guerra de Malvinas no dividió a la sociedad argentina, porque sólo pequeños sectores se manifestaron reticentes o contrarios a la recuperación y/o a la defensa. Pero la coincidencia mayoritaria se produjo bajo la impronta de una dictadura y un ejército que imprimieron a la guerra y a la cultura de guerra sus modalidades operativas y discursivas. (En la contratapa de la primera edición -Buenos Aires, De la Flor. 1983-, lugar desde donde suele hablar el editor, se produce un desplazamiento. "La versión -de la novela- que ahora publican...". dice el autor, sin necesidad de firmar. Y editorializa: "... no fue escrita «contra la muerte» ni contra la idea de la muerte y la idea de la guerra, sino contra la realidad que impone un mismo estilo hipócrita de realizar la guerra la literatura".)

       Por eso, al exitismo oficial siguió el silencio oficial, y al entusiasmo de la sociedad, el trauma y la dificultad o la imposibilidad de hablar sobre eso. Pero durante los dos meses, medio del conflicto, la adhesión popular se expresó a través de multitud de formas. desde el enrolamiento voluntario y la donación de preciados bienes familiares hasta la elaboración de consignas ejercicios de lirismo patriótico, como una nueva lira argentina. Hubo, por allí, algún cielito.

      

       Un número de La Maga de 1992 lamentaba que un acontecimiento de esa naturaleza no hubiera dejado en la literatura, como habría dejado en el rock nacional, una huella significativa, con excepción de Los Pichiciegos. (La primera edición deja leer la tapa, que juega con la etiqueta de Tres Plumas. "Los pichy-cyegos. Visiones de una batalla subterránea. Rodolfo Enrique Fogwill". La segunda (Buenos Aires. Sudamericana. 1994. y es la que citamos), "Fogwill. Los pichiciegos". El subtítulo omitido en la tapa reaparece en portadilla y portada.) Y, sin embargo, la huella, en el rock, no podría ser más molesta y conflictiva aún en sus ventajas, ya que se vincula con su incorporación sin pausa a la cultura oficial (incluyendo su tardío pero amplio nicho propio en un medio como La Nación) y al mercado; y aquellos recitales solidarios se olvidan o se recuerdan sin orgullo.

       La dificultad para superar el trauma vibraba en una consigna que decenas de miles de gargantas coreaban en las calles en 1983, después de siete años de muerte, desapariciones, exilio, torturas, mordazas y proscripciones. Era el fragmento de una pieza que intentaba compendiar, en clave antimilitarista, las desdichas de todos esos años. Preguntaba: "¿Qué pasó con las Malvinas?", y en seguida se compadecía: "Esos chicos ya no están".

       Obscena, esa mención pietista de los soldados como "chicos" (palabra de "grandes" retomada, para mal, por algunos de sus destinatarios) y sobre todo esa rápida resolución que hacía desaparecer a "chicos" que, en su mayoría, para infortunio o ayudamemoria del trauma, todavía estaban ahí.

      

      "ESTO ES DE ELLOS"

       Los pichiciegos elige la perspectiva y la lengua de una picaresca de guerra, de la corrosión de los límites entre los bandos, de la negativa cínica a hablar en serio de los valores invocados.

       La formación de un grupo de desertores que construye un nido subterráneo y merca con ambos bandos, apuntando meramente a la supervivencia, mina toda otra certeza. De hecho, el intercambio de bienes instaura en el frente la ley de la oferta y la demanda de pertrechos, materiales y (para decirlo con una palabra de la gauchesca, género que también habla de deserciones) 'vicios". La ley del valor equipara los bandos, erosionando toda otra constitución simbólica (como ocurre, para dar un ejemplo nítido, en Trampa 22 de Joseph Heller). La decisión de que un bando es peor que el otro (los ingleses son peores que los argentinos) es eso: una decisión sometida a consenso, producto de la experiencia y de la evaluación, si cabe, de los grados de la infamia.

       A diferencia de la situación que condicionaba la actitud del blandengue (cuando la guerra nacional deja paso a la guerra civil, aquí la guerra nacional sucede a la represión interna y repite algunos de sus rasgos de doble discurso, hipocresías corrupción, por lo cual (y por la vertiginosa percepción de los cambios históricos en la cultura mediática) la decepción y la caída de expectativas no ocurren después del conflicto: son simultáneas.

       Pero en la línea de la picaresca de guerra, la comprobación del engaño no conduce, en el interior del relato, a la denuncia, sino a la adaptación y a la adopción de estrategias similares. Todo lo cual naturaliza la figura de alta traición, es decir, desarrolla una práctica sin culpas que se mueve en la guerra como pez en el agua, y que sólo el discurso estatal podría nombrar como alta traición, una categoría nunca establecida en el texto. Un oficial argentino que se congela la mano para cobrar una buena pensión de por vida es objeto de admiración: en el decir pichi. se merece la guita porque tuvo pelotas. Es más: se tienen pelotas para hacer guita. El descubrimiento de que los oficiales ingleses confraternizar con los argentinos y de que son capaces de "cambiar" un pichi por "algo" (otro bien) y hacerlo fusilar no lleva a la mera condena, sino a la elaboración de una táctica neutralizadora, en la lógica del intercambio: "por eso yo quisiera que tuviéramos algún inglés aquí, de pichi' (p. 74).

       Cuando los ingleses, para debilitar la moral del enemigo y adelantar la rendición, piden a los pichis que difundan la foto del té compartido de los oficiales británicos y argentinos, los pichis se niegan y, por una paradójica coincidencia con lo que sería una actitud patriótica, engañan a sus mandantes, no para que aquella moral se fortalezca, sino para que -en la línea del blandengue retirado- los argentinos no se rindan, la guerra continúe y ambos bandos "se maten entre ellos". Este "ellos" uniformador (a la vez que diferenciador respecto del tercerismo pichi) es harto significativo. Atención con los pronombres en Los pichiciegos: "Algunos estarían bombardeando mucho a otros" (p. 5 l); o bien un destello, producto de la sensación de ajenidad absoluta que suscitan las islas: "Esto es de ellos" (p. 74). Por la complejidad asistemático de la picaresca de guerra, esta percepción, en la novela, va a pegar toda la vuelta.

      

      EL MITO PICHI

       En contraste con el descreimiento en los valores en juego en la guerra oficial, hay un despliegue de elementos sensibles y empíricos que apuntan a la credibilidad de la propia situación de guerra, al "haber estado allí", contraste fuerte con la película Los chicos de la guerra (otra vez los chicos) de Bebe Kamin: el color de la nieve, la sensación de frío, la oscuridad de la pichicera y la fotofobia de sus moradores, el estruendo y el olor de los helicópteros, la medición subjetiva del peligro y el horror (mayor ante los helicópteros y los hombres confiados e implacables que bajan por las finas cuerdas que ante los demoledores pero lejanos Harriers).

       Mientras arriba los valores no son creíbles, abajo, en el pozo, en lo subterráneo, en la pichicera, los saberes son apenas creencias, mitos, pareceres. La historia es el resultado de decires y atribuciones probables o dudosos: Gardel. uruguayo o francés: Videla mató (o no) a quince mil: Santucho celebraba los 17 de octubre, en Tucumán. con trescientos Peugeots negros: Firmenich, a los quince años, "amasijó al presidente", "rajó" y tiene "la guita loca" (es decir, tiene pelotas y es admirable): en Rawson se fugaron mil guerrilleros (pp. 17, 51-57).

       Pero Los pichiciegos ve también el mito en su nacimiento o bien en su materialidad. en su realidad de historia haciéndose mito. La creación del mito pichi es el mejor ejemplo y constituye, por otra parte, un poderoso efecto literario. La tropa argentina cree que los pichis son muertos que viven bajo tierra (y. como en todo mito, en parte es así). En la primera edición, el texto escribe "pichis" pero titula "pichy-cyegos" (hay, pues, diversas versiones).

       El despliegue tecnológico inglés es vivido como asombro, show (la Gran Atracción), milagro, mito. Y la aparición de las monjas en el escenario de guerra -como una señal que emitiera la novela sobre la presencia, allí, de otra guerra, la "antisubversiva"- genera un debate sobre su realidad fantasmagórico: aquí los pichis, entre los que suele funcionar el consenso (en tal o cual cosa "estuvieron todos de acuerdo") se dividen. Y es precisamente con el disenso entre creer y no creer, cuando aparece la escena generadora ficcional de Los pichiciegos: la (des)grabación del diálogo entre Quiquito (el pichi informante) y el escritor.

       También este aspecto aporta a la reivindicación de lo empírico. A veces, el verbo de decir es reemplazado por el verbo "grabar", que reenvía a una tercera instancia: escuchar la grabación. Es la experiencia de la guerra la que va de Quiquito al escritor. Desde luego, en la tapa, en el lugar del autor, se leía, todavía (en 1983) Rodolfo Enrique Fogwill (desde Pájaros de la cabeza, como resultado de un proceso de condensación y mitologización, el autor es Fogwill solamente). Escritor al que llaman, según dicen, Quique, y que en un cuento de Mis muertos punk, "Testimonios", aparece graciosamente aludido por la narradora, (una Orlando vernácula que deviene Victoria Ocampo) así: "Se llamaba Quique, y aunque argentino y sociólogo. era un tipo muy bien".

       La relación informante-escritor, mediada por el grabador (de lo cual resulta que la instancia narrador es una transacción entre las anteriores) se tensa entre el creer, el registrar ("anotar") y el saber. El escritor defiende lo suyo como saber, en tanto que el informante niega: "Vos no sabés" (p. 100), "¡No entendés nada!" (p. 138).

       Cuando, en el relato. aparecen los portadores de la función social del saber, los sociólogos, son objeto de la risa de los soldados y de la censura de la inteligencia militar (los llevan presos). La información de la radio argentina es un saber falso, en tanto que la inglesa trasunta su superchería (como los discursos de los coroneles) por el habla, que es también la piedra de toque que establece la diferencia sociocultural entre los propios pichis: la que va de "madre" a "vieja", de "trabajar" a "laburar".

       De ahí a los nombres y sobrenombres asignados a los sujetos. Los que mandan son "revés" y, por asociación, "Reyes Magos". La novela los nombra, ora Revés. ora Magos (en Música japonesa, de R.E.F., no hay ningún cuento que se titule así: uno es "Música" y otro "Japonés"; La buena nueva se divide en dos partes: "La buena" y "La nueva"). Cuando alguno confunde una referencia a reyes "reales" con los jefes de la pichicera, lo corrigen: "los reyes verdaderos, boludo" (p. 55). Hay un pichi "Galtieri" y otro, sorprendido en inconfundible proximidad con una oveja, al que dicen "Ovejo"; a García, "Notable", porque usa demasiado esta palabra, y a los porteños, "forros", por la misma razón, o porque quizá lo sean. Uno sería, en definitiva, como habla o aquello que dice. Es el sistema onomástico popular, confiable porque su ingenio descuella elaborando datos de la experiencia. En cambio, la radio inglesa es sospechosa: al dar sus mensajes "en chileno" ("polola", "guaguas"), errando el toque sudamericano, pone en evidencia su propia falacia, su mala fe.

       El logro principal, en esta materia, es el propio nombre de los pichis. Por un lado, remite totémicamente al animal cuyo hábitat y cuyos hábitos los pichis parecen duplicar: por otro, su dispersión geográfica coincide con una pluralidad de nombres (mulita, peludo, quirquincho, etc.): además, la novela, al trabajar con mucha eficacia la mitificación, lo hace entrar en frases que, acumuladas, terminan por imponer, como dado, el universo pichi: tener a alguien de pichi (p. 74), usar un pichi con alguna finalidad (p. 112). reprobatoriamente "icojerse un pichi!" versus "cojerse un tipo" (p. 116-117), "tener olor a pichi" (p. 113). En la misma dirección, una frase sentenciosa es como la punta del iceberg de una inferible paremiología pichi, que la aliteración no hace más que confirmar: "El pichi guarda, agranda, aguanta" (p. 71). Habría que considerar, también, el matiz fálico de pichi, retomado por el lunfardo, (Véase MarioE.Teruggi, Panorama de lunfardo, BuenosAires, Cabargon,1974.)

      en un relato donde todos son hombres.

      

      EFECTOS

       La tensión creer-saber-entender se va orientando en un sentido. En la tradición de la literatura de guerra, Sarmiento, en el Facundo, postula que Rosas, monstruo, es la esfinge que formula el enigma argentino. Resolverlo, como Edipo, implica matar a la esfinge. Y, yapa sarmientina, realizar el programa liberal. Pero en la picaresca de guerra no se trata de vencer a ningún enemigo. Entonces, la función, digamos, cognitiva está al servicio de otra causa: salvarse, sobrevivir. Frente al "saber" resultante de la división social del trabajo, que el texto parodia ("... dijo el Ingeniero. Sabía", p. 47; Viterbo también "Sabía, era de padre radical", p. 55), se erige un saber empírico orientado a la sobrevida: "si entendés la guerra, te salvás" (p. 67).

       Este pragmatismo del saber contamina también la dimensión del creer, porque no conduce ya a la presunta realidad de lo creído o creíble, sino a una constelación de impresiones y efectos que, en todo caso, reinstauran la realidad, que ya es otra: "Igual impresionaba: aunque la historia que le cuenten a uno no alcance a impresionar y aunque uno no la crea, impresiona sentir la impresión que trae el que las cuenta por el solo hecho de contarlas. ¿No?" (p. 81).

      Véase el poema "El camino del cisne":

       Saludo a la armonía que surge del reconocimiento del espejismo del orden, del espejismo de la armonía.

       Un logro. Puedo canjear mi vida por un logro: mi corazón por un efecto nítido sobre mi corazón. (Rodolfo E. Fogwill. El efecto de la realidad. Buenos Aires, Tierra Baldía. 1980.)

      

      RECUENTOS

       Habitual en Fogwill: abundan las alusiones, las claves algo médicas. No importan demasiado, más allí de una serie de connotaciones vinculadas con grupos de pertenencia, pequeños guiños, zancadillas. Zabaljáuregui, un coronel Víctor Redondo, el pibe Dorio y convicción, el Turco (en tiempos en que el escritor exitoso de los días de la dictadura era Jorge Asís). Etcétera. Está la grosera referencia a Puig: el pichi Manuel, que cuenta películas que nadie vio en el cine y que es cojido (con jota) por un inglés. Esto, en un texto cogido por momentos por la marca Puig: la división en dos partes de ocho capítulos cada una: la enumeración de "lo más hablado por la tropa" (pp. 83-84), un ítem similar a aquellos que en Boquitas pintadas servían para tipologizar personajes (lo más temido, lo más deseado); finalmente, la técnica de recontar una historia (películas, cuentos). Aquí, la poética de Puig sería: de me fabula narratur: Toto, en La traición en la Rita Hayworth se definía por la manera en que transformaba las películas y El loco de Chéjov, del mismo modo que Molían en El beso de la mujer araña. El escritor personaje de Los pichiciegos opera transformaciones múltiples sobre "Los buques suicidantes" de Horacio Quiroga (pp. 105-108), y es difícil ver allí otro gesto que el de la superposición con el fantasma de Puig (que reaparecer en el tono inicial de Una pálida historia de amor).

       A la vez, la técnica del recontar definió en parte, y en cierto momento, la posición de Fogwill en la escena y el mercado literarios de la Argentina, en ese mecanismo que hemos denominado, con algunos compañeros de trabajo, y plagiando a Carlos Correas, operación-autor. (Véase Carlos Correas, La operación Masotta -Cuando la muerte también fracasa-. Buenos Aires. Catálogos, 1991.) En 1985, como parte de la ambigua promoción de un escritor (se trata de Alberto Laiseca, que en "Help a él" vuelve como Adolfo Laiseca, contaminado con Bioy, para reasumir las funciones del Carlos Argentino Daneri de "El Aleph"). Fogwill propuso a la consideración del público lector de Tiempo Argentino las virtudes del relato de Laiseca "El árbol Tulasi". Para ello, contó otra vez el cuento, y el aparente servicio se hizo borramiento: la versión Fogwill emitía y exhibía destellos de escritura que opacaban la rescatada versión original.

      

      VALORES

       La literatura de la picaresca de guerra parece ser ajena a los valores de los bandos. ¿A todo valor? En los intersticios de la historia se infiltran otros valores superpuestos. El heroísmo que por un lado expulsa retorna en la fidelidad del Turco hacia un soldado que le salva la vida; en la irónica propuesta de Quiquito que cuestiona la idea de "rehabilitar" a los soldados de Malvinas, sugiriendo que sean ellos quienes rehabiliten a los que se quedaron en la retaguardia: en su sueño de ser malvinero, sin ingleses ni argentinos que lo jodan; en la interpretación de la bomba que masacra la fila de los desharrapados que corren a reunirse "como si Dios hubiera decidido castigar a todos los ilusos y cagones" (p. 130).

       Pero esto no es todo. Hay referencias del texto, ajenas en apariencia a la historia narrada, que pasan desapercibidas a los personajes. El 29 de mayo, día del cordobazo, aparece dos veces mencionado, a propósito de cualquier otra cosa, fuera de toda efemérides. Y críticamente, el escritor cita, ante Quiquito, a un médico argentino "que aconsejaba a los jóvenes dejar las ciudades y marchar a las sierras". Eso, se dice, ocurrió "hace mucho" (p. 148).

       Es, claro, el Che. Y no ocurrió hace tanto, sólo que en la memoria del nuevo blandengue retirado pertenece a un pasado lejano, remoto, que vuelve cada tanto como nostalgia, como derrota, como ironía, como dolor.

      

       Julio Schvartzman es profesor de Literatura en la Univesidad de Buenos Aires

 

 

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