La
larga risa de todos estos años
No éramos tan felices, pero si en
las reuniones de los sábados alguien huiese preguntado
si éramos felices, ella habría respondido "seguro
sí", o me habría consultado con los ojos antes de
decir "sí", o tal vez habría dicho
directamente "sí", volteando su largo pelo
rubio hacia mi lado para incitarme a confirmar a todos
que éramos felices, que yo también pensaba que éramos
felices. Pero éramos felices. Ya pasó mucho tiempo y
sin embargo, si alguien me preguntase si éramos felices
diría que sí, que éramos, y creo que ella también
diría que fuimos muy felices, o que éramos felices
durante aquellos años setenta y cinco, setenta y seis, y
hasta bien entrado el año mil novecientos setenta y
ocho, después del último verano.
Salía por las
tardes, a las dos, o a las tres.Siempre los martes,
miércoles y jueves, después de mediodía, se
maquillaba, me saludaba con un beso, se iba a hacer
puntos y no volvía hasta las nueve de la noche.
A fin de mes, si había dinero, no
salía a hacer puntos. Entonces, también aquellas tardes
de martes a jueves nos quedábamos charlando, tomando
té, o ella se encerraba en el cuarto para mirar
televisión mientras yo trabajaba, o me acostaba a
descansar sobre la hamaca paraguaya que habíamos colgado
en el balcón.
Y si faltaba plata, en la primera
semana del mes hacía dos puntos cada tarde: se iba
temprano al centro, hacía algún punto, después volvía
a nuestro barrio para hacer otro punto por Callao, y yo
la esperaba sabiendo que aquella noche llegaría más
tarde. _ Pero siempre teníamos dinero. Hubo caprichos:
el viaje a Miami, los muebles de laca con gamuza amarilla
y la manía de andar siempre cambiando de auto, esos
fueron los gastos mayores de la época, y como casi nunca
nos faltaba plata, ella hacía, puntos entre martes y
jueves las primeras semanas del mes, llegaba a casa bien
temprano, me daba un beso, se cambiaba y se encerraba a
cocinar.
A veces pienso que por entonces
cada día era tan parecido a los otros, que por esa
constancia y esa semejanza se producía nuestra
sensación de felicidad.
Salía temprano.
Dejaba el taxi en Veinticinco de Mayo y Corrientes y se
iba caminado hacia Sarmiento; a veces se entretenía
mirando una vidriera de antigüedades, monedas viejas,
estampillas. Serían las tres. Había por ahí hombres
parados frente a las pizarras de las casas de cambio,
gente que copia en sus libretas las cotizaciones, y el
precio de los bonos y de los dólares de cada día.
Alguno de ésos la miraba.
Entraba al bar de la esquina de la
Bolsa. Se hacía servir un té en la barra y generalmente
alguien la veía y la reconocía y la citaba. Los
conocidos la citaban allí, en el bar de la Bolsa.
Los hombres no podían olvidarla
con facilidad.
Si no conseguía cita, pagaba el
té, dejaba su propina, se iba caminando por Sarmiento, y
en algún quiosco compraba revistas francesas o
brasileñas para mirarlas tomando su café en la
confitería Richmond de la calle Florida.
Ahí siempre alguien se le
acercaba. De lo contrario, poco antes de las cuatro,
salía a recorrer Florida hacia la Plaza San Martín
mirando vidrieras, o demorándose en las cercanías del
Centro Naval y en los barcitos de la zona, llenos de
oficiales de paso que dejan sus familias en las bases del
sur y sabían de ella.
Si no encontraba un oficial,
seguía hasta Charcas y pasaba por la vieja galería,
donde nunca solía fallar, porque si los mozos del snack
bar la veían sola, le presentaban a los turistas que
habían andado por ahí buscando una mujer.
Una mujer. ¿Qué
sabrían ellos qué es una mujer? Yo sí sé. Sé que
ella era una mujer. No sé si lo sabrán todos los
hombres que la encontraban en la Bolsa, en la Richmond,
en el Centro Naval, o en algún sitio de su camino entre
la Bolsa de Comercio y la galería, pero sé que algunos
lo supieron, y fueron sus amigos, y casi amigos míos
fueron los conocí, y me consta que, por
conocerla, algunos de ellos aprendieron qué es una
mujer.
Algunas veces se le acercaban
hombres de civil fingiendo que buscaban citas, pero ella
los descubría tenía para eso un olfato
especial, y les decía que se fuesen a alcahuetear
a otro.
Los especiales, los de la División
Moralidad, la dejaban seguir. En cambio, los oficiales
nuevos de las comisarías, recién salidos de los cursos,
se ofendían y la llevaban detenida a la seccional. Allí
tenía que hablar con los de la guardia; mostraba las
fotos de publicidad, los documentos, las llaves de casa y
las del auto y los jefes le permitían salir.
¿Qué otra cosa podían hacer? Una noche
llegó a casa con un subcomisario.
Yo la esperaba trabajando frente a
mi escritorio, y cuando oí la cerradura, miré hacia la
puerta para ver su carita sonriente y lo vi a él.
Parecía un profesor de tenis, o un
vividor de mujeres ricas. El notó la expresión de mi
cara al oír que me lo presentaban como subcomisario y
quedó sorprendido, igual que yo. ' Me reconoció por
aquella película de la Edad Media la del whisky
como había pensado que ella vivía sola, miraba mi
kimono de yudo, veía el desorden de papeles sobre mi
escritorio, y la miraba a ella, averiguando.
Notó un papel de armar entre mis
libros. Era un papel americano, con los colores de la
bandera yanqui y preguntó si fumábamos. Ella dijo que
estaba para ofrecer a las visitas y a él le pareció
bien y siguió curioseando entre los libros. Esa primera
vez estuvo medio trabado, igual que yo, que jamás
esperé que me trajera un policía a casa.
Pero después nos hicimos amigos.
Se acostumbró a venir y nos telefoneaba desde el garage
para anunciar que al rato subiría a tomar algo, o a
charlar. Dejaba sus armas en el auto. Para ellos es
obligatorio llevar siempre la pistola en su funda de la
cintura, o en esas carteritas que usan ahora, pero él,
por respeto a la casa, dejaba todo en el garage.
A veces preguntaba por ella:
¿Y Franca...? Parecía amenazarme: "si
decís que no está, seguro que me muero...".
Y yo le explicaba que estaría
haciendo puntos, que pronto llegaría, y lo invitaba con
un whisky.
Para no molestar, él se quitaba
los zapatos, se acostaba en el sillón del living y se
quedaba ahí mirando el techo hasta que ella llegara,
sólo por verla, aunque estuviesen esperándolo en su
oficina, una sección especial de vigilancia que
funcionaba cerca de casa en la época de la presidencia
de Isabel.
Parecía un instructor de tenis, o el
encargado de un yate de lujo. Siempre de sport,
bronceado; tenía cuarenta y dos años, pero parecía
menor, de treinta o treinta y cinco. Se llamaba Solanas.
Fuimos bastante amigos. No es
fácil ahora confesar amistad hacia un policía, pero no
has sido el único. También siento amistad hacia el
inspector Fernández, de la Policía Federal, a la llaman
la mejor del mundo aunque a él lo tenga destinado a una
comisaría de mala muerte, en un barrio donde jamás nada
sucede. A Solanas lo había conocido haciendo puntos.
Le habrá cobrado, la primera vez,
lo mismo que por entonces les cobraba a todos; serían
veinte, o veinticinco mil pesos: unos cien dólares,
quinientos millones de ahora. ¿Cómo decirlo si el valor
del dinero cambia más que cualquier otra costumbre de la
gente...? Desde que se hizo amiga de Solanas y lo empezó
a traer a casa, nunca volvió a cobrarle.
Tampoco creo que haya vuelto a
acostarse con él: ella diferenciaba a los amigos de los
puntos, y entre los puntos distinguía bien a los
clientes estables de aquellos hombres ocasionales que
aceptaba sólo cuando veía que se le estaba yendo la
tarde sin conseguir un conocido. . Si los entraba a casa,
significaba que ya era amiga de los puntos. Saldrían del
hotel, o del departamentito del hombre y entusiasmados,
irían a un bar para seguir charlando. Después, cuando
llegaba la hora de volver, ella querría volver
necesitaba volver, se haría acompañar hasta
la puerta y si seguía la charla y le seguía el
entusiasmo, lo hacía subir a nuestro departamento.
Cuando está
comenzando una amistad, nada la puede detener. Por eso,
al nuevo amigo ella lo hacía pasar, lo presentaba, y el
hombre seguía hablando conmigo mientras ella se cambiaba
y se encerraba a cocinar para los tres.
Los que se hacían amigos cenaban
en casa; a los que no se querían ir, les preparábamos
una camita en el living, y ahí dormían, sin preocuparse
por lo que hacíamos en nuestra habitación.
Hasta venir a nuestro departamento
nunca un cliente sabía de mí. Yo en cambio sabía de
ellos porque Franca me detallaba todo lo que hacía con
los puntos. Fue una época. Yo quería averiguar, conocer
más. Sentía curiosidad por entender qué había hecho
cada tarde, y hasta «ataba de imitar, por la noche, lo
que ella había estado haciendo con los puntos durante el
día.
Por eso conocí, sin haber ido
nunca, todos los hoteles que a ella le gustaban, y hasta
podía imaginarme los departamentitos de los solteros, y
la decoración de los departamentos que alquilan los
casados para escaparse un poco de la mujer. Tenía de
cada uno de esos lugares una idea tan nítida como la de
Franca, que se acostaba allí dos o tres veces por mes.
Parece mentira, pero la gente, aun
en las cosas que hace más en la intimidad, se parece
entre sí tanto como en las que hace porque las vio hacer
antes a los vecinos, a sus socios del club o a los
actores de las propagandas de la televisión.
Después dejé de averiguar. Ella
me anunciaba si había hecho algo poco común, aunque eso
sucediera muy pocas veces.
Celos jamás sentí. Rabia sí;
cuando pensé que me mentía, o cuando sospeché que ella
agregaba algún detalle para probar si yo sentía celos.
Con el tiempo aprendí que así
como yo nunca le había mentido, ella tampoco a mí me
había mentido, y por eso, si alguien hubiera preguntado
si éramos felices, habría dicho ella, igual que yo, que
sí, que éramos muy felices a pesar de las pequeñas
peleas y de los celos.
Porque ella sí
celos sentía.
¿Qué hiciste hoy...?
preguntaba al llegar.
Y... nada... decía yo,
mostrándole mi yudogui impecable, el cinturón recién
planchado, el escritorio cubierto de fichas y de notas, y
el mate frío junto a mi cenicero lleno de filtros de
cigarrillos terminados.
Nada... volvía a decirle,
disimulando la sonrisa que me nacía al pensar que ella
había andado por ahí creyendo que esa tarde yo habría
sido capaz de salir o de hacer algo diferente de
cualquier otra tarde de mi vida.
¿Qué hiciste hoy? ¿Quién
estuvo esta tarde? volvía a preguntar.
Y... nadie, Franca, nadie
le repetía yo.
¿Quién iría a estar?
¡Mentiras...! decía ella. ¡Mentiras!
Te leo en los ojos que hubo alguien. No. No hubo
nadie Franca le decía, y ya sin sonreír, porque
sabía cómo iba a terminar todo eso, empezaba a mirarle
los ojos verdes, para que al comprobar que resistía su
mirada, ella entendiese que no tenía nada que ocultarle,
que nadie había venido, y que yo, aquella tarde, no
había hecho nada distinto a lo de todas las otras tardes
de la semana.
Entonces ella dejaba de mirarme.
Sus ojos verdes se fijaban en la pared j yo veía sólo
la parte blanca de los ojos que empezaba a nublarse por
lágrimas mezcladas con rimnmel aceitoso disuelto.
(Había algo loco en eso de mirar
siempre hacia un costado, siempre al mismo costado, como
si la pintura de la pared, o la pintura de los cuadros
colgantes de la pared, pudiese responder sus preguntas:
"¿Quién vino?" "¿Dónde
fuiste?").Y yo quería consolarla.
Alzaba un brazo, trataba de
acariciarle el pelo, pero ella se volvía más hacia la
pared y miraba algún cuadro, o peor, al zócalo
directamente. Gritaba: ¡Ves que siempre mentís!
¿Ves que mentís? volvía a gritar, como si la
pared le hubiese confirmado que yo mentía. (Yo no
mentía.)
No nena... No te miento...
juraba yo, riendo, pero ella lloraba cada vez más
fuerte y me decía entre sollozos que se iba a ir con un
punto que le había prometido un departamento en
Manhattan, con otro que la invitaba a un viaje por islas
del Caribe, o con aquel que le ofrecía pasar el verano
en su estancia del Brasil.
¿Cómo no iba a reír si siempre
amenazaba igual: el Brasil, las islas del Caribe, el
departamento "studio" en la isla de
Manhattan...? Pero debía haber evitado reír. Era peor:
ella gritaba más: ¿Ves...?
preguntaba. ¡Te reís! se respondía.
Y explicaba: ¡Quiere decir que no te importa que
me vaya...! Quiere decir que vos no me querés... ¡Que
nunca me quisiste! ¡Das asco! No nena...
hablaba yo: ¡No peliés! rogaba. Yo
había dejado de reír, pero ella no había dejado de
llorar.
¿Cómo que no peliés?
decía. ¡Cómo querés que no pelee si me
mentís! Y me miraba y me gritaba:¡Sos insensible!
protestaba cada vez más, gritando más.
Entonces yo miraba la hora y
calculaba. Sentía el paso del tiempo. .. Sentía que
perderíamos la cena.
Y ella miraba mi escritorio
venía hacia mí y yo temía que comenzase a
destrozar los libros, o a revolverme los papeles, o peor,
que como muchas veces, acabara tirando el cenicero y mi
mate al piso, aunque después ella misma tuviese que
juntar la ceniza y los restos de yerba, y fregar la
mancha verdosa que impregnaría la alfombra. Procuraba
proteger mi escritorio; cubría todo con mis brazos
abiertos.
¡No sigás...! rogaba
yo.
Pero seguía, ella. Tac, un libro.
Trac: el cenicero. Tlaf: el mate de boca contra la
alfombra; todo caía. Y yo me controlaba, me relajaba,
trataba de calmarla. Imposible: nunca se calmaba.
Entonces dejaba mi escritorio; iba
hacia ella, le aplicaba una palanca de
radiocúbito, y la llevaba encorvada hacia el
sofá. Trabándola contra los almohadones, sobre el sofá
o sobre la alfombra, evitaba que se lastimase tratando de
librarse de mi palanca.
Calmáte amor... no sigas...
le pedía entonces, hablándole contra la oreja.
Pero ella gritaba más: que la iba
a matar, que la quería matar. Y yo pensaba en los
vecinos, intentando callarla, y aplastaba su boca contra
los almohadones. Era peor: se sacudía, gritaba más.
Entonces le vendaba la boca con mi
cinturón, tensaba el cinturón bajo su pelo, por la
nuca, y con sus cabos le ataba las manos contra la
espalda. Inmóvil, podía decirle lentamente que la
quería, que nadie había venido, que yo no había salido
y que sabía que nunca me cambiaría por el de Brasil, ni
por nadie y ella dejaba de forcejear y yo apagaba la
lámpara y me desnudaba.
Le hablaba despacito. La desnudaba
y antes de desatar el cinturón le acariciaba el cuello y
los brazos para probar si estaba relajada. Sólo la
castigaba si hacía algún ruido o intentos de gritar por
la nariz que pudiesen alarmar a los vecinos.
Cuando se ponía bien soltaba el
nudo la besaba, le besaba los ojos y la cara, acariciaba
todo su cuerpo y la sentía todavía sollozar, o temblar
eran los ecos de tanto que había llorado y gritado
y nos besábamos las bocas, y ella empezaba a reír
porque reconocía en mi boca el gusto de sus lágrimas
mezclado con gusto de tabaco y de rimmel, y así nos
abrazábamos como jamás debió haberse abrazado con sus
puntos y nos íbamos al cuarto, o a la hamaca, y nos
quedábamos por horas mándonos, o hamacándonos hasta
que el hambre, la sed o mis absurdas ganas de fumar nos
obligaban a separarnos.
Esas noches no cocinaba. Después
del baño bajábamos a un restaurante del barrio y nos
sentíamos felices.
La gente, desde
las otras mesas, nos notaría felices y pasábamos días
y semanas enteras felices sin pelear.
Si le quedaban marcas, reprochaba
¡Qué van a pensar...! decía, riéndose,
reconociendo que ella había tenido la culpa.
Y nos divertíamos pensando que a
los puntos de esa semana, las marcas del cuello, la
espalda y las muñecas los entusiasmarían más.
Decía que le contaba a algunos
a los que le parecían más sensible, que el
hombre que vivía con ella se emborrachaba y le pegaba.
Que algunas veces debían llevarla desmayada al hospital.
Que no se separaba ni se atrevía a abandonarlo porque el
tipo era un asesino y que estaba segura de que tarde o
temprano terminada matándola.
A otros les hacía creer que se
había lastimado en una caída del caballo.
Tenía un caballo en el Club
Hípico Alemán de Palermo. Lunes y sábados se iba a
practicar equitación. Le hacía bien eso a ella, como a
mí me hacían bien las prácticas de yudo.
Toda la gente
debería practicar un deporte violento: teniendo el
cuerpo tenso y fortalecido se está mejor de la cabeza,
se respira y se duerme mejor, se fuma menos y la vida
comienza a parecerse más a lo que debe ser la verdadera
felicidad.
El caballo era un alazán. Se
llamaba Macri; no sé por qué. Lo conocí un sábado,
mientras la esperaba cerca del lago. Ella desmontó, vino
hacia mí trayéndolo por una rienda, y cuando dejé el
auto para besarla, el animal olió mi pelo, resopló, y
se puso a golpear, nervioso, el suelo con las patas. .
Nunca, dijo ella, se había portado
así. Era un caballo que tenía fama de noble y manso,
pero algo de mí debía ponerlo mal, porque las pocas
veces que me tuvo cerca reaccionó igual: resoplaba,
pisoteaba nervioso el césped con sus cascos. .
La seguían militares por Palermo.
A ella no le gustaban los militares, pero los lunes y los
sábados los días de ella, muchos van por
ahí probando sus caballos.
Se le arrimaban. Trataban de hacer
citas.
Siempre los rechazaba.
Nunca hizo puntos por Palermo, ni
en el Hípico.
Para ella los caballos,
especialmente su caballo, eran una pasión.
El cuidador del
Macri, lo supimos después, era suboficial de Ejército.
Se ocupaba de eso para reforzar su pequeño sueldito de
fin de mes.
Yo luchaba con un capitán. Por mi
peso sesenta y dos kilos, nunca encontraba en
la academia con quién luchar. A veces probaba con
mujeres, pero no tenían técnica ni fuerza. Había
muchachos jóvenes, de mi peso, con fuerza y con
técnica, pero sin la madurez y la concentración que se
logran en el yudo sólo mediante años de práctica.
Entonces debía buscar gente de
más peso. El capitán setenta kilos era un hombre
moreno y bajito. Cuando Fukuma nos presentó, y durante
el saludo, miró mi cinturón y habrá pensado que el
maestro le pedía, como favor, que me probase.
Gané los seis primeros lances
seguidos. Siempre ganaba.
Una tarde, practicando retenciones,
le apliqué algunas técnicas de hapkido y lo noté
desesperado por salir. Cuando le hacía un
"ojal" con la solapa de su yudogui argentino de
loneta, no bien sentía que la circulación cerebral se
le dificultaba, en vez de golpear para que lo dejase
salir, me clavaba sus ojitos negros reticulados de
capilares rojos y yo veía una mirada de odio distinta a
la de Franca, no sólo a causa del contraste con el
hermoso color verde de ella, sino también porque se
entendía que en aquel hombre nadie podría transformar
el odio en un sentimiento más elaborado.
Mucha gente jamás
comprenderá el deporte.
Ahora permiten federarse y competir
en torneos a personas llenas de ideas agresivas, a
quienes la experiencia del triunfo y el fracaso no les
sirve de nada.
Habría que averiguar bien qué
entiende alguien por éxito y derrota antes de
autorizarlo a combatir o darle un rango que habilita para
formar discípulos. De lo contrario, en pocos años,
terminarán por desvirtuarse los principios de las artes
marciales.
Perder es aprender. Esto me lo
enseñó Fukuma, que lo aprendió del maestro Murita, dan
imperial que nunca autorizó la ostentación de colores
de rangos en su dojo.
"Si yo tuviera tanta
fuerza y tanta habilidad..." decía ella,
refiriéndose a mis palancas y mis técnicas.
Pero jamás pudo aprender. Compró
kimono, pagó matrícula y el primer mes de un curso con
Fukuma, pero al cabo de cuatro clases desistió
reconociendo que no alcanzaba a comprender los
fundamentos de nuestro deporte.
Franca había nacido para los
caballos.
Calculó Olda Ferrer que yo podría
ganar una fortuna instalando un gimnasio.
¿Cuánto ganaría? le
pregunté.
Mucho decía ella,
mientras su marido, un psicoanalista, aconsejaba a Franca
que me impulsase a tomar discípulos.
Para los psicoanalistas, poner un
cartelito y arreglar un local donde otra gente pague por
asistir es un ideal de la vida humana, que resulta aún
más elevado si el lugar se llama "instituto" y
el dinero que los clientes pagan es mucho.
¿Pero cuánto es mucho?
pregunté a la Ferrer, que era una economista
bastante conocida, y calculó una cifra: Diez mil,
para empezar. Después más, veinte, o treinta mil...
Dijo eso o cualquier otro número;
no sé cuánto valía el dinero por entonces. Recuerdo en
cambio que Franca me guiñaba los ojos, porque durante el
mes anterior ella había producido treinta y cinco mil
sin poner instituto ni perder tiempo preparando
discípulos incapaces de alcanzar objetivo alguno. Pero
una vez casi me instalo. Se lo dije a Fukuma. El viejo
recomendaba que sí:
¡Metéte! dijo, y era
gracioso oírlo, porque a causa de su acento,
"metéte" nos parecía una palabra japonesa,
mientras que a él le sonaría tan natural y tan
argentina como cualquiera de las palabras del español
que siempre pronunciaba mal.
Sucedió en 1975.
Estaba intervenida la universidad y echaban a los
profesores porque en la facultad habían tolerado a los
grupitos de estudiantes que se mezclaron con la
guerrilla.
Pensé que me despedirían también
a mí. En el segundo cuatrimestre cambié el turno de mis
clases y comencé a dictar los teóricos en este horario
de lunes y sábados entre ocho y diez de la mañana. Con
los nuevos horarios venían menos alumnos, y como las
autoridades de la intervención siempre llegaban tarde y
nunca me veían, se fueron olvidando de mí y no tuve
necesidad de "meter" un instituto.
Calculaba así: "si con cuatro
horas semanales gano mil, y con cuarenta horas ganaría
diez mil, cambiar no me conviene". Las cifras son
falsas: nadie. recuerda cuánto ganaba por entonces.
Hay algo que se aprende con el
estudio de las artes marciales: actuar sobre las partes
del enemigo que ofrecen menos resistencia.
Escribí
"partes". Una traducción correcta del japonés
habría elegido la palabra "puntos".
Franca reiría si leyese estas
notas.
Hablé una tarde con el capitán.
Le conté lo que ocurría en la Universidad y hablé de
mis temores por mí, por Franca. Prometió ayudarme.
Al tiempo, vino a decirme que
había hecho averiguaciones y que como yo no tenía
antecedentes, no debía preocuparme.
Pero a mediados del setenta y
siete, cuando desapareció un chico del gimnasio al que
también le había prometido que no necesitaba
preocuparse porque no tenía antecedentes, llamé a
Solanas y él me llevó, sin que Franca supiese, a la
oficina aquella a blanquear.
"Blanquear" quería decir
contar lo que uno pensaba, lo que sabía que pensaban o
hacían los otros y lo que pensaba que hacían, pensaban
o sabían los otros. El hombre de la oficina, un canoso
muy alto que debía ser el jefe, después de hablar y
preguntar durante más de tres horas, aconsejó que si
algún día me llevaban tenía que convencerlos de que
había blanqueado, y reclamar que revisaran mis hojas en
el batallón trescientos y pico. Después Solanas me
aclaró que haber blanqueado no garantizaba nada, que no
se podía Poner las manos en el fuego por nadie y que
todo aquel trámite> "en el mejor de los
casos", podía ser una ayuda.
Creo que todos vieron lo que fue
pasando durante aquellos años. Muchos dicen que recién
ahora se enteran. Otros, más decentes, dicen que siempre
lo supieron, pero que recién ahora lo comprenden. Pocos
quieren reconocer que siempre lo supieron y siempre lo
entendieron, y que si ahora piensan o dicen pensar cosas
diferentes, es porque se ha hecho una costumbre hablar o
pensar distinto, como antes se había vuelto costumbre
aparentar que no se sabía, o hacer creer que se sabía,
pero que no se comprendía.
Se lo aprende en la vida, o en el
dojo: siempre es igual que antes. Para la gente, lo
importante es vivir mirando hacia donde los otros le
señalan, como si nada sucediera detrás, o más
adelante.
Si cuando sucedía aquello había
que pensar otra cosa, ahora, que hay que pensar en lo que
entonces sucedía, indica que no habrá que mirar ni
pensar las cosas que suceden en este momento.
Ochenta y tres.
Empieza otro año y llegan nuevas promociones de alumnos.
Cada cuatrimestre los estudiantes me parecen más
jóvenes, más niños. Es porque en mi memoria los
alumnos de antes han seguido creciendo o envejeciendo,
aunque nunca los haya vuelto a ver.
En mi memoria crecen y encanecen
muchachos y muchachas que murieron poco después de
aprobar el examen final, hace cinco o diez años.
Mi memoria de mí continúa
intacta. Me imagino como el día que comencé en la
cátedra, hace ya doce años.
Tenía veintisiete.
Franca tampoco envejeció. Tiene
treinta y nueve, mi edad. Hace puntos aún, pero jura que
'el marido no lo sabe.
Vive con él, con los hijitos que
tuvieron con él, y con la suegra, que los cuida.
La veo muy pocas veces. Pregunto
cómo no pudimos seguir siendo felices.
Ella protesta que es feliz, que ya
no siente celos, y que ahora es él el marido
quien siente celos. ' Sabe que ella hacía puntos, pero
no sabe, o finge que no sabe, que sigue haciendo puntos
ahora. Ella dice que él nunca conocerá lo nuestro,
porque si se enterase la echaría de la casa, le
quitaría los hijos o haría cualquier locura. Lo cree
capaz.
Cuenta que salvo alguna situación
en la que debió entrar para satisfacer caprichos de los
clientes, jamás ha vuelto a acostarse con mujeres, y que
yo fui la única por quién sintió algo frente y sincero
en la vida.
Le creo.
Creer, o no creer, no me hace más
ni menos feliz, Claudia volvió a leer hasta aquí y
quiere saber si éramos felices. Digo que sí: Como
con vos. Igual que con vos, Claudia le digo y me
parece que está por volver a llorar.
¿Llorará? A veces llora.
No Claudia, celos no, por
favor le ruego, porque siento que comienza a
llorar.
Y ella me jura que no son celos de
mí, ni de la otra, sino celos de un tiempo en el que
fuimos muy felices y ella no estaba conmigo.
Y ahora, Claudia
pregunto: ¿No somos felices? Desde el
rincón del living me mira sin hablar.
Recién llega de hacer sus puntos y
se ha puesto a ordenar los discos. Después de un rato
dice: Sí... somos felices... Pero quisiera que
todo esto se te borre de la podrida cabeza...
Y yo soplo. (Algo así ha de haber
sentido el caballito de Franca Charreau.) Ella no pudo
oírme, pero se acerca. Adivino qué va a ocurrir.
Acerté.
Se arrima al escritorio. Espía lo
que escribo.
Revuelve mis papeles y empieza,
como siempre, a hablar de Franca.
¡Esa puta...! Andaba con
mujeres... ¡Se encamaba con todas las putas reventadas
de Buenos Aires...! Cuando se pone así, Claudia siempre
habla así.
Después me dice que soy una
estúpida, una imbécil, y vuelve a repetir que Franca
era una puta.
Igual que vos, mi amor
le digo. Estoy serena. ¿Será necesario que alguna
vez pierda el control y que me exalte para calmarla?
Dudás de mí me dice y llora: ¡No
creés en mí! No nena digo, nunca
dudé de vos.
Claro responde,
es porque estás segura, porque salís con otras...
Porque te ves con esa puta de Franca... Por eso...
Y llora y habla a gritos. ¿Tendré
que interpretar? Interpreto: No, nena, no es así.
La que quiere salir con otras debés ser vos... No yo...
Yo estoy muy bien en mi escritorio... Te ponés mal...
estás haciendo esto digo para sentirte mal, para
no estar mejor conmigo...
Y ella... ¿Podía estar bien
con vos? pregunta y me golpea el escritorio.
Sí, Claudia digo
temiendo que vuelva a romper algo, como vos: a
veces, como vos hoy, ella tampoco podía...
Ella no sabe controlar sus
reacciones. Tampoco yo sé controlar mis
noreacciones. Si actuase como ella desea, todo
sería distinto. Más violento y confuso más
peligroso pero tal vez sería mejor. Apagaré la luz. .
Veo su silueta moverse en la
semipenumbra del living y reconozco su intención.
Amenazo: Si seguís, Claudia, sabés lo que te va a
pasar...
Pero sigue:
Sos una mierda... ¡Sos una
mierda! ¡Sos una renga borracha y podrida como las cosas
que escribís...! Y grita. Grita cada vez más: Sos
una puta como Franca... Ahora todos los vecinos la
escucharán.
Odio sus miradas indiferentes en el
ascensor, o en el palier. Atentos, educados, fingen no
habernos oído nunca. Así son ellos: viven fingiendo,
ocultando lo que ocurre detrás. ¿Como en el cine? Como
en un cine. Como en la vida.
Que termine. Por los vecinos, pido.
Que no quiero más humillaciones con los vecinos, digo.
Sigue:
Podrida... Renga... ¡Como lo
que escribís...! ¡Era una puta...! Grita más, sigue
gritando hasta que dejo mi silla, la sorprendo por
detrás y le cruzo el antebrazo contra la boca haciendo
firme su muñeca con el cabo del cinturón. Ya no la
pueden oír.
Grita por la nariz. Entiendo cada
una de sus sílabas: "Borracha",
"renga", "podrida",
"curda".
¡Tantas veces la oí! La vuelco
sobre los almohadones. Se arquea.
Golpea su frente y las orejas
contra la alfombra y contra las patas del sofá. No es
fácil sujetarla.
Se marcará.
Cuando termino de atar sus manos me
desnudo, manteniéndola quieta con mi pierna apoyada en
su cintura. Chilla por la nariz, sacude la cabeza. Todo
retumba.
Después, desnuda, comienzo a
desnudarla. No es fácil; Claudia es fuerte pesa
cincuenta y ocho, se mueve y se resiste. Comienzo a
acariciarla. Beso sus lágrimas. Beso sus ojos, beso su
pelo húmedo y siento el gusto de su sangre: otra vez se
le han abierto las cicatrices de la sien.
La abrazo.
Siento cómo se va calmando
lentamente.
Entonces paso mis manos tras su
espalda y desato el cinturón. La mano libre de ella se
clava en mi cintura, bajo la espalda. Me hiere con sus
uñas, pero se está calmando.
Después se aquieta y nos besamos.
Se mezclan gustos en nuestras bocas: las lágrimas, la
sangre y los restos de rimmel y de lápiz de labios. Nos
abrazamos más. Nos apretamos cada vez más y vamos
abrazadas a la hamaca o al cuarto, para hamacarnos, o
acariciarnos. Ríe. Reímos juntas y más tarde, después
del baño, cuando salimos i comer, vuelve a reír al
recordar la escena de esta noche y yo río a la par y la
gente nos mira reír ¿Pensarán todos que somos muy
felices? Tal vez.
Pero aquí nadie nos conoce. Los
que solían comer en estos restaurantes ya no andan más
por nuestro barrio.
Todo cambia le digo, y
querría que entendiese que no le estoy diciendo
cualquier frase, que en estas dos palabras hay una
enseñanza que ella, algún día, deberá aprender.
Soy feliz... me dice,
como si hubiera comprendido y confiesa que si encontrase
un hombre capaz de darle la cuarta parte de la felicidad
que ha tenido conmigo, se iría con él, porque soy una
borracha podrida que sólo sabe destruir, y repite que
soy una borracha, que algún día me olvidará como
seguramente Franca me ha olvidado.
Y yo río. (¡Tantas veces a gente
del restaurante me habrá visto reír...!) Río porque
ella está simulando una pelea para probarme para
provocarme, pero cuando pregunta por qué río,
miento y respondo que me río de ella, porque si
confesase que río de un país, de una ciudad, de un
restaurante y de sus mesas semejantes donde la gente come
menús idénticos al nuestro y todo nos parece natural, o
real, ella no me creería, sentiría que la engaño y
hasta sería capaz de reiniciar otra de sus escenas de
violencia.
|
Le long
rire de toutes ces années
Nous ne nagions pas forcément dans
le bonheur, mais si jamais quelquun nous avait
demandé -lors dune de nos réunions du samedi- si
nous menions une vie heureuse, elle aurait répondu «
bien sûr que oui ». Elle maurait peut-être
adressé un regard avant dacquiescer ou aurait
lâché un « oui » plus spontané, tournant vers moi sa
longue chevelure blonde, comme pour minciter à
confirmer que tout allait pour le mieux, que je le
pensais moi aussi. Mais cétait vrai. Beaucoup de
temps a passé et pourtant, si lon
minterrogeait sur notre bonheur, je répondrais que
oui, tout allait bien, et je crois quelle aussi
dirait que nous avons eu une vie très heureuse, que
cétait le bonheur dans ces années-là, en mille
neuf cent soixante-quinze, soixante-seize, après le
dernier été.
Elle sortait
laprès-midi, vers deux ou trois heures. Toujours
le mardi, le mercredi et le jeudi, après midi. Elle se
maquillait, me saluait dun baiser, partait se faire
des mecs et ne rentrait pas avant neuf heures du soir.
En fin de mois, quand nous avions
de largent, elle ne se faisait pas de mecs. Alors,
même les après-midis du mardi au jeudi, nous restions
chez nous pour discuter, prendre le thé ; parfois elle
senfermait dans la chambre et regardait la
télévision pendant que je travaillais, parfois
jallais me reposer dans le hamac paraguayen que
nous avions suspendu sur le balcon.
Quand largent manquait, la
première semaine du mois elle se faisait deux mecs tous
les après-midis : elle partait tôt dans le centre, puis
regagnait notre quartier pour sen taper un autre du
côté de la rue Callao. Moi je lattendais, sachant
que ce soir-là elle rentrerait plus tard. Mais nous
avions toujours de largent. Il y eut quelques
folies : le voyage à Miami, les meubles laqués garnis
de suédine jaune et cette manie de changer constamment
de voiture, nos plus grosses dépenses à lépoque
; comme nous nétions presque jamais à cours
dargent, elle se faisait des mecs du mardi au jeudi
les deux premières semaines du mois, rentrait très tôt
à la maison, membrassait, se changeait et
senfermait pour cuisiner.
Il marrive de songer
quen ce temps-là, les jours se suivaient et se
ressemblaient, que notre impression de bonheur dérivait
de cette constance et de cette similitude.
Elle sortait tôt.
Descendait du taxi au coin de lavenue Veinticinco
de Mayo et de la rue Corrientes et marchait vers
lavenue Sarmiento, sattardant parfois devant
une vitrine dantiquités, de monnaies anciennes, de
timbres. Il était environ trois heures. Il y avait là
des hommes debout devant les tableaux des maisons de
change, qui notaient dans leurs carnets les cotes et la
valeur du jour des actions et des dollars. Lun
deux la regardait.
Elle entrait dans le bar à
langle de la Bourse. Elle se faisait servir un thé
au comptoir et, généralement, quelquun la voyait,
la reconnaissait, lui donnait rendez-vous. Les habitués
la retrouvaient là, au bar de la Bourse.
Les hommes avaient du mal à
loublier.
Quand elle nobtenait pas de
rendez-vous, elle payait sa consommation, laissait un
pourboire, repartait par lavenue Sarmiento,
achetait dans un kiosque des magazines français et
brésiliens quelle feuilletait en buvant un café
au salon de thé Richmond de la rue Florida.
Là, il se trouvait toujours
quelquun pour laborder. Sinon, un peu avant
quatre heures, elle marchait de la rue Florida
jusquà la place San Martín, regardait les
vitrines ou traînait près du Centre Naval, dans les
petits bars du quartier bourrés dofficiers de
passage qui avaient laissé leur famille dans les bases
du sud et qui la connaissaient.
Quand elle ne rencontrait pas
dofficier, elle poursuivait jusquau boulevard
Charcas et passait par la vieille galerie où elle ne
ratait jamais son coup, car en la voyant seule, les
serveurs du snack lui présentaient des touristes venus
là en quête dune femme.
Une femme.
Avaient-ils seulement une idée de ce quest une
femme ? Moi oui, je sais. Je sais quelle en était
une. Jignore si tous les hommes qui la retrouvaient
à la Bourse, au Richmond, au Centre Naval ou dans
nimporte quel autre endroit de sa tournée entre la
Bourse de Commerce et la galerie le savaient, mais je
pense que certains en avaient conscience et quils
furent ses amis, presque les miens aussi -je les ai
connus-, et jai la certitude quaprès
lavoir rencontrée, certains dentre eux ont
appris ce quest une femme.
Parfois, des hommes en civil
lapprochaient en feignant de vouloir prendre
rendez-vous, mais elle les démasquait -elle avait pour
cela un flair particulier-, et leur disait daller
en draguer une autre.
Les agents des opérations
spéciales, ceux de la Divsion Moralité, la laissaient
faire. En revanche, les nouveaux officiers de police,
frais émoulus de lécole, prenaient la mouche et
lemmenaient au poste. Elle devait alors parler à
leurs supérieurs, leur montrait ses photos
publicitaires, ses papiers didentité, les clés de
lappartement, celles de la voiture, après quoi il
la laissaient partir.
Que pouvaient-ils faire
dautre ? Un soir, elle était rentrée à la maison
avec un sous-commissaire.
Je lattendais à mon bureau,
en travaillant. Quand jentendis la clé tourner
dans la serrure, je regardai en direction de la porte
pour voir sa petite figure souriante et je le vis, lui.
Il avait lallure dun
professeur de tennis ou dun gigolo. Il remarqua
lexpression de mon visage quand elle
mannonça quil était sous-commissaire, et
sen étonna tout autant que moi. Il me connaissait
déjà car il avait vu un spot qui se passait au
Moyen-Age -une publicité pour une marque de whisky.
Ayant tout dabord cru quelle vivait seule, il
scrutait mon judogi, les papiers en désordre sur
mon bureau, puis la regardait dun air
interrogateur.
Il trouva du papier à rouler parmi
mes livres. Cétait du papier américain aux
couleurs du drapeau des Etats-Unis. Il demanda si nous
fumions. Elle lui dit que nous le proposions aux
invités. Visiblement satisfait de sa réponse, il
continua dinspecter les livres. Il était un peu
coincé cette première fois, tout comme moi, qui ne
mattendais vraiment pas à ce quelle ramène
un policier chez nous.
Mais par la suite nous sommes
devenus amis. Il prit lhabitude de venir nous voir,
nous téléphonait du parking pour nous avertir
quil passait prendre un verre ou bavarder.
Il laissait ses
armes dans la voiture. Les policiers sont obligés de
porter en permanence leur pistolet dans létui de
leur ceinture ou dans les petites sacoches quils
ont à présent, mais lui laissait tout au parking par
respect pour nous.
Parfois il
demandait après elle : « Et Franca ? ». Il simulait un
ton menaçant : « Ne me dis pas quelle nest
pas là ou je fais une syncope
»
Alors je lui expliquais
quelle était probablement en train de se taper des
mecs et je lui proposais un whisky.
Pour ne pas déranger, il enlevait
ses chaussures, sallongeait dans le fauteuil du
salon et restait là à regarder le plafond,
jusquà ce quelle arrive. Il venait rien que
pour la voir, peu soucieux quon lattende à
son bureau, une brigade spéciale de surveillance qui
opérait non loin de chez nous sous la présidence
dIsabel.
Il avait lallure dun
professeur de tennis ou dun skipper de yacht de
luxe. Toujours habillé sport, bronzé ; il avait
quarante-deux ans mais il en paraissait trente ou
trente-cinq. Il sappelait Solanas.
Nous étions assez liés. Ce
nest pas simple davouer quon a été
lami dun policier, mais tu nas pas
été le seul. Jai aussi de laffection pour
linspecteur Fernández, de la police fédérale,
quon qualifie de meilleure du monde bien que lui
ait été affecté dans le commissariat pourri dun
quartier où il ne se passe jamais rien. Elle avait connu
Solanas en se faisant des mecs.
La première fois, elle lui avait
fait payer la somme quelle exigeait alors de tous
ses clients, dans les vingt ou vingt-cinq mille pesos :
environ cent dollars, cinq cents millions de pesos
actuels. Comment calculer quand la valeur de
largent change plus vite que les habitudes des gens
? Du jour où elle était devenue lamie de Solanas
et où elle avait fini par lamener chez nous, elle
ne lavait plus jamais fait payer.
Je ne crois pas non plus
quelle ait recouché avec lui : elle différenciait
ses amis de ses mecs et, parmi les mecs, les clients
réguliers des occasionnels, quelle
nacceptait que lorsquelle sapercevait
que laprès-midi sétait écoulé sans
quelle se soit fait un seul habitué. Inviter un
mec chez nous signifiait quelle était devenue son
amie. Ils sortaient de lhôtel ou du petit
appartement de lhomme en question et,
enthousiastes, poursuivaient leur conversation dans un
bar. Puis, quand cétait lheure de rentrer,
elle voulait rentrer -elle en avait besoin-, elle se
faisait raccompagner jusque devant notre porte et, si la
discussion et lenthousiasme perduraient, elle
linvitait à monter.
Lors dune amitié
naissante, rien ne pouvait larrêter. Elle invitait
donc le nouvel ami, me le présentait, puis lhomme
continuait à bavarder avec moi pendant quelle se
changeait ou senfermait dans la cuisine pour nous
préparer quelque chose à manger.
Les mecs qui devenaient ses amis
dînaient à la maison ; nous dressions un petit lit dans
le salon pour ceux qui ne voulaient pas partir et ils
passaient la nuit là, sans se soucier de ce que nous
faisions dans notre chambre.
Avant de franchir la porte, aucun
client ne connaissait mon existence. Moi, en revanche,
jentendais parler deux car Franca me
détaillait tout ses faits et gestes avec les mecs. Ça a
duré un temps. Je voulais vérifier, en savoir
davantage. Jétais avide de comprendre à quoi elle
occupait ses après-midis et, le soir, jessayais
même dimiter tout ce quelle avait fait avec
les mecs dans la journée.
Sans y avoir jamais mis les pieds,
jai ainsi connu tous les hôtels quelle
aimait, mimaginant sans peine les petits
appartements des célibataires, la décoration de ceux
que louaient les hommes mariés pour échapper un peu à
leur femme. Javais de tous ces lieux une idée
aussi nette que Franca, qui sy allongeait deux ou
trois fois par mois.
Cela semble incroyable, pourtant
les gens se ressemblent jusque dans leurs comportements
les plus intimes et reproduisent les gestes quils
ont vu faire auparavant par leurs voisins, les membres de
leur club ou les acteurs des publicités à la
télévision.
Par la suite jai cessé de
vérifier. Quand elle avait fait quelque chose hors du
commun, ce qui arrivait très rarement, elle me le
disait.
Je nai jamais ressenti la
moindre jalousie. Jai eu en revanche des accès de
rage, lorsque je croyais quelle me mentait ou que
je la soupçonnais davoir ajouté un détail pour
tester ma jalousie.
Avec le temps, jai compris
que, tout comme moi, elle ne me mentait pas, et que si on
nous avait demandé si nous nagions dans le bonheur, elle
et moi aurions répondu que oui, tout allait pour le
mieux malgré nos petites scènes, malgré la jalousie.
Parce quelle, elle
était jalouse.
- Quas-tu fait
aujourdhui ? me demandait-elle en rentrant.
- Euh
rien
répondais-je en lui montrant mon kimono impeccable, la
ceinture fraîchement repassée, le bureau couvert de
fiches et de notes, le maté froid à côté du cendrier
rempli de mégots fumés jusquau filtre. Rien,
répétais-je, dissimulant un sourire naissant à
lidée quelle sétait promenée dans le
centre en simaginant que javais pu faire
autre chose que ce qui occupait normalement mes
journées.
- Quas-tu fait
aujourdhui ? Qui est venu cet après-midi ?
insistait-elle.
- Mais
personne, Franca,
personne, répétais-je. Qui aurait pu venir ?
- Tu mens ! explosait-elle. Tu mens
! Je vois dans tes yeux quil y a eu quelquun.
- Non. Il ny a eu personne,
Franca, lui disais-je.
Je ne souriais plus, ne sachant que
trop comment tout cela allait se terminer. Je scrutais
ses yeux verts pour quelle comprenne que puisque
jétais capable de soutenir son regard, je
navais rien à lui cacher, que personne
nétait venu et que, ce jour-là, je navais
rien fait dautre que ce qui moccupait
normalement toute la semaine.
Alors elle se détournait de moi.
Ses yeux verts fixaient le mur et nen distinguais
plus que le blanc, qui commençait à se voiler de larmes
et de traînées huileuses de rimmel.
(Il y avait une pointe de folie
dans sa manière de glisser un il de côté,
toujours du même côté, comme si la peinture du mur ou
celle des tableaux qui y étaient accrochés aurait pu
apporter une réponse à ses questions : « Qui est venu
? Où étais-tu ? »)
Je cherchais alors à la consoler.
Je levais un bras, essayais de lui caresser les cheveux,
mais elle se tournait davantage vers le mur et se
concentrait sur un tableau ou, pire, tout simplement sur
les plinthes.
- Tu vois que tu es toujours en
train de mentir ! sécriait-elle. Tu vois que tu
mens ? reprenait-elle, comme si le mur le lui avait
confirmé.
(Je ne mentais pas).
- Non, mon cur
Je ne te
mens pas
lui assurais-je en riant.
Mais ses pleurs redoublaient et
elle me disait entre deux sanglots quelle allait
partir avec tel mec, qui lui avait promis un appartement
à Manhattan, ou tel autre, qui lui avait proposé un
voyage dans des îles des Caraïbes, ou un troisième,
qui voulait quelle vienne passer lété dans
sa villa au Brésil.
Comment ne pas rire de son
éternelle menace : le Brésil, les îles des Caraïbes,
lappartement studio dans lîle de
Manhattan ? Mais je devais contenir mon rire sous peine
daggraver la situation.
- Tu vois ? hurlait-elle. Tu ris !
lâchait-elle, se fournissant elle-même la réponse. Et
dexpliquer : Ça signifie que tu te fiches que je
parte ! Ça signifie que tu ne maimes pas
Que
tu ne mas jamais aimée ! Tu me dégoûtes !
- Non, mon cur
lui
disais-je. Ne cherche pas la bagarre, la suppliais-je.
Javais cessé de rire, mais
pas elle de pleurer.
- Comment ça, « ne cherche pas la
bagarre » ? sécriait-elle. Comment veux-tu que je
ne réagisse pas quand tu me mens ?
Elle me regardait et reprenait :
- Tu es insensible !
Elle pestait de plus en plus,
élevait davantage la voix.
Alors je regardais lheure et
je calculais. Je sentais les aiguilles tourner. Je
sentais que nous allions nous passer de dîner.
Elle, elle scrutait mon bureau ;
elle savançait vers moi et je craignais
quelle sen prenne à mes livres, quelle
mette mes papiers sens dessus dessous ou quelle
finisse par flanquer mon cendrier et mon maté par terre,
ainsi quelle lavait souvent fait, bien
quelle doive ensuite nettoyer la cendre et les
petites paillettes dherbe sèche, la tache
verdâtre qui maculait le tapis. Tendant les bras sur mon
bureau, jessayais de le protéger.
- Arrête ! la suppliais-je.
Mais elle continuait. Pif : un
livre. Paf : le cendrier. Poum : la timbale de maté
déversant son contenu sur le tapis ; tout tombait. Je me
contrôlais, me retenais, tentais de la calmer.
Impossible : elle ne reprenait jamais son calme.
Délaissant mon bureau,
jallais jusquà elle, je lui faisais une clef
de lavant-bras et lemmenais pliée en deux
sur le divan. Jenfonçais sa tête dans les gros
coussins, sur le canapé ou à même le tapis, et
jévitais quelle ne se blesse en essayant de
se libérer de mon étreinte.
- Du calme, mon amour
arrête
lui demandais-je alors, lui parlant à
loreille.
Mais ses cris sentensifiaient
: jallais la tuer, je voulais la tuer. Moi je
songeais aux voisins, je tâchais de la faire taire en
écrasant sa bouche dans les coussins. Cétait pire
: elle sagitait, criait encore plus.
Alors je la bâillonnais avec ma
ceinture que je serrais sous ses cheveux, sur sa nuque ;
avec les extrémités je lui liais les mains dans le dos.
Quand elle était ainsi immobilisée, je pouvais lui dire
doucement que je laimais, que personne
nétait venu, que je navais pas été de
sortie et que je savais que jamais elle ne me quitterait
pour lhomme qui lui promettait le Brésil ni
personne dautre. Elle cessait de lutter,
jéteignais la lumière et me déshabillais.
Je lui parlais tout bas. Je la
dénudais et, avant de dégrafer la ceinture, je lui
caressais le cou et les bras pour massurer
quelle sétait détendue. Je ne la punissais
que lorsquelle faisait du bruit ou tentait de crier
la bouche fermée, par le nez, ce qui aurait alerté les
voisins.
Quand elle sétait calmée je
desserrais la ceinture, baisais ses yeux et son visage,
caressais tout son corps et la sentais encore sangloter
ou trembler -échos de toutes les larmes quelle
avait versées et de tous ses cris- et nos bouches se
rejoignaient. Alors elle riait, reconnaissant dans ma
bouche le goût de ses larmes mêlé à celui du tabac et
du rimmel, et nous nous enlacions comme jamais elle
navait dû le faire avec ses mecs, puis nous
allions dans la chambre ou sur le hamac, où nous
restions des heures à nous aimer, à nous bercer
jusquà ce que la faim, la soif ou mes absurdes
envies de fumer nous forcent à nous séparer.
Ces soirs-là elle ne cuisinait
pas. Après la douche nous descendions dans un restaurant
du quartier et nous avions limpression de filer des
jours heureux.
Les gens assis aux
autres tables devaient sentir ce bonheur, et nous
coulions ensuite des semaines heureuses, sans la moindre
scène.
Si elle avait des marques, elle me
le reprochait.
- Que vont-ils penser !
sexclamait-elle en riant, reconnaissant que tout
avait été de sa faute.
Nous nous amusions à songer que
les marques sur son cou, son dos et ses poignets
exciteraient davantage les mecs de la semaine.
Elle me disait quelle
racontait à certains, ceux qui lui paraissaient les plus
sensibles, que lhomme qui partageait sa vie se
soûlait et la battait. Que, parfois, on avait dû la
conduire à lhôpital, évanouie. Quelle ne
le quittait pas ni nosait labandonner parce
que cet homme était un assassin et quelle était
convaincue quil finirait tôt ou tard par la tuer.
Aux autres elle faisait croire
quelle sétait blessée en tombant de cheval.
Elle avait un cheval au Club
Hippique Allemand de Palermo. Elle montait le lundi et le
samedi. Cela lui faisait du bien, tout comme à moi le
judo.
Tout le monde
devrait pratiquer un sport de combat : quand on a un
corps ferme et vigoureux, on se sent mieux dans sa tête,
on dort mieux, on fume moins et la vie commence à
ressembler davantage à ce que doit être le véritable
bonheur.
Elle avait un alezan qui, je ne
sais pourquoi, sappelait Macri. Je fis sa
connaissance un samedi, en lattendant au bord du
lac. Elle mit pied à terre et marcha jusquà moi
en le tenant par une rêne, mais quand je sortis de la
voiture pour lembrasser, le cheval flaira mes
cheveux, renâcla et, nerveux, gratta le sol.
Elle me dit quil ne
sétait jamais comporté ainsi. Tout le monde le
trouvait noble et calme, mais quelque chose en moi devait
le mettre mal à laise, car les quelques fois où
je me suis trouvé près de lui, il a réagi de la même
manière : renâclant, martelant la pelouse de ses
sabots
Des militaires de Palermo lui
emboîtaient le pas. Elle naimait pas les
militaires, pourtant, le lundi et le samedi, beaucoup
dentre eux viennent monter leurs chevaux.
Ils la poursuivaient. Tentaient
dobtenir un rendez-vous.
Elle les repoussait toujours.
Elle ne sest jamais fait de
mecs à Palermo ou au centre hippique. Les chevaux, et
plus particulièrement le sien, étaient sa passion.
Nous avons appris
par la suite que lhomme qui prenait soin de Macri
était un sous-officier de larmée. Il
soccupait des chevaux pour arrondir sa petite
solde.
Je combattais à lépoque
contre un capitaine. À cause de mon poids -soixante-deux
kilos-, je ne trouvais jamais contre qui lutter à
lacadémie. Je me mesurais parfois à des femmes,
mais elles manquaient de technique et de force. Il y
avait bien des garçons du même poids que moi, forts et
techniquement avancés, mais dépourvus de la maturité
et de la concentration quon acquiert au judo après
des années de pratique.
Je luttais donc contre des judokas
plus lourds que moi. Le capitaine -soixante-dix kilos-
était un petit homme brun. Lorsque Fukuma nous avait
présentés, il avait regardé ma ceinture pendant le
salut et avait dû croire que le maître le priait de me
tester, comme pour lui demander une faveur.
Je gagnai à la suite les six
premiers coups. Je gagnais toujours.
Un soir que nous nous exercions à
faire des immobilisations, jessayai sur lui
quelques techniques dhapkido et vit
quil avait désespérément envie de sortir. Quand
je lui faisais un étranglement en saisissant le revers
de son judogi de grosse toile, dès quil
sentait que le sang naffluait plus dans son
cerveau, il me fixait de ses petits yeux traversés de
vaisseaux éclatés au lieu de me tapoter du doigt pour
que je le laisse sortir. Je voyais son regard haineux,
différent de celui de Franca, pas seulement par
contraste avec ses jolis iris verts, mais parce
quil était évident que personne ne pourrait
transformer la haine de cet homme en un sentiment plus
élaboré.
Bien des gens ne
comprendront jamais le sport.
À présent on leur permet de se
fédérer et dorganiser des compétitions, des
tournois dont les participants, animés didées
agressives, ne retirent rien de lexpérience du
triomphe et de léchec.
Il faudrait dûment sassurer
de ce que certains entendent par triomphe ou échec avant
de les autoriser à combattre ou de leur octroyer des
grades qui les habilitent à former des disciples. Sans
cela, en quelques années, les principes des arts
martiaux finiront par perdre tout leur sens.
Perdre, cest apprendre.
Cest ce que ma enseigné Fukuma, qui
lavait appris du maître Murita, dan impérial qui
na jamais consenti à lostentation des
couleurs de grades dans son dojo.
« Si javais autant
de force et dhabileté
» disait-elle en
parlant de mes clefs et de mes techniques.
Mais elle navait jamais pu
apprendre. Elle avait acheté un kimono, payé sa licence
et le premier mois dun cours avec Fukuma, mais
sétait désistée au bout de quatre leçons,
reconnaissant quelle ne parviendrait jamais à
comprendre les fondements de notre sport.
Franca était née pour faire du
cheval.
Olda Ferrer estimait que
jaurais gagné une fortune en ouvrant un gymnase.
- Combien gagnerais-je ? lui
demandai-je.
- Beaucoup dargent,
répondit-elle tandis que son mari, psychanalyste,
conseillait à Franca de me pousser à former des
disciples.
Pour les psychanalystes, poser une
plaque et aménager un local où les gens payent pour
être reçus est un idéal de lvie humaine, encore plus
élevé si lendroit sappelle « institut »
et si les gens versent beaucoup dargent.
- Mais cest combien, beaucoup
? demandai-je à la Ferrer, qui était une économiste
assez connue.
- Dix mille, pour commencer,
calcula-t-elle. Et après
vingt ou trente
mille
Peu importe le chiffre quelle
me donna ; je ne sais pas quelle était la valeur de
largent à lépoque. Je me rappelle en
revanche que Franca me faisait des clins dil
car le mois précédent, elle avait empoché trente-cinq
mille pesos sans monter dinstitut ni perdre son
temps à former des disciples incapables datteindre
le moindre objectif. Pourtant javais failli
minstaller. Je lavais dit à Fukuma, qui
mavait incité à le faire.
- Il faut te lancer,
mavait-il répondu.
Cétait drôle de
lentendre, car à cause de son accent, nous eûmes
limpression quil parlait japonais alors que
ces mots devaient lui paraître aussi naturels et
argentins que tous ceux quil prononçait -toujours
mal- dans un espagnol hésitant.
En 1975, comme
luniversité était sous le contrôle du
gouvernement , on renvoyait les professeurs au
motif quils avaient accepté à la faculté de
petits groupes détudiants impliqués dans la
guérilla.
Je pensais quon me renverrait
moi aussi. Au second quadrimestre, je modifiai mes
horaires et commençai à dicter mes cours théoriques
les lundis et samedis, de huit à dix heures du matin. Du
fait de ces changements dhoraires, javais
moins délèves, et comme les autorités
dintervention arrivaient toujours en retard et ne
me voyaient pas, elles finirent par moublier et je
neus pas besoin de « me lancer » dans
louverture dun institut.
Je raisonnais de la sorte : « Si
en donnant quatre heures de cours par semaine je gagne
mille pesos, jen gagnerais dix mille en ayant
quarante heures. Je nai donc pas intérêt à
changer ».
Les chiffres sont faux : personne
ne se souvient combien il gagnait à lépoque.
Il est une chose quon peut
retirer de lenseignement des arts martiaux : agir
sur les parties de lennemi qui offrent le moins de
résistance.
Jai écrit
« parties ». Une traduction correcte du japonais aurait
préféré lusage du mot « points ».
Franca rirait si elle lisait ces
notes.
Un soir, je parlai au capitaine. Je
lui racontai ce qui se passait à luniversité et
lui touchai mot de mes craintes nous concernant moi et
Franca. Il promit de maider.
Peu après, il vint me trouver pour
mannoncer quil avait fait des recherches, que
je navais pas dantécédents et donc pas de
raisons de minquiéter.
Mais en 1977, en milieu
dannée, après la disparition dun garçon du
gymnase à qui on avait également conseillé de ne pas
salarmer car sans antécédents, jappelai
Solanas et, en cachette de Franca, il memmena dans
le fameux bureau pour que je montre patte blanche.
« Montrer patte blanche »
signifiait raconter ce quon pensait, ce quon
savait que pensaient ou disaient les autres, ce
quon pensait que faisaient, pensaient ou savaient
les autres. Lhomme présent dans le bureau, un
très grand type aux cheveux blancs qui devait être le
chef, me parla et minterrogea durant près de trois
heures, puis mannonça que si un jour on
marrêtait, je devrais tenter de convaincre les
autorités que javais montré patte blanche, et
demander à ce quon révise mes fiches dans le
bataillon trois cents et quelques. Solanas
mexpliqua ensuite quavoir montré patte
blanche ne garantissait rien, quon ne pouvait se
fier à personne et que toutes ces formalités, « dans
le meilleur des cas », me seraient peut-être utiles.
Je crois que tout le monde a vu ce
qui sest passé dans ces années-là. Beaucoup
affirment nen prendre connaissance
quaujourdhui. Dautres, plus décents,
disent quils lont toujours su, mais ne
lont compris que récemment. Peu admettent
quils lont toujours su, toujours compris, et
que si à présent ils pensent ou disent penser autre
chose, cest que parler ou penser différemment est
devenu une habitude, comme il était coutumier par le
passé de feindre de ne pas savoir ou de faire croire
quon savait, mais quon ne comprenait pas.
On lapprend dans la vie ou au
dojo : tout demeure comme avant. Limportant
pour les gens, cest de vivre en regardant dans la
direction signalée par les autres, à croire que rien
nest survenu naguère ni ne surviendra plus tard.
Si, au moment des faits, il fallait songer à autre
chose, et que maintenant il faut songer à ce qui se
passait à lépoque, cela signifie quà
lavenir il ne faudra ni regarder ni songer à ce
qui se passe en ce moment.
1983. Une autre année
commence, amenant de nouvelles promotions
délèves. Chaque quadrimestre, les étudiants me
semblent plus jeunes, plus enfantins. Cest que,
dans ma mémoire, les élèves dautrefois ont
continué de grandir et de vieillir, bien que je ne les
aie jamais revus.
Dans ma mémoire, les garçons et
les filles qui sont morts il y a cinq ou dix ans, peu
après avoir réussi le dernier examen, prennent de
lâge et ont des cheveux blancs.
La mémoire que jai de moi
est restée intacte. Je me revois encore lorsque
jai commencé à enseigner, il y a déjà douze
ans.
Javais vingt-sept ans.
Franca non plus na pas
vieilli. Elle a trente-neuf ans, mon âge. Elle se fait
encore des mecs, mais elle est persuadée que son mari ne
le sait pas.
Elle vit avec lui et les enfants
quelle a eus de lui. Avec sa belle-mère aussi, qui
soccupe deux.
Je la vois très rarement. Je me
demande comment nous avons pu laisser ainsi filer notre
bonheur.
Elle se récrie, dit quelle
est heureuse, quelle nest plus jalouse,
quà présent cest lui -le mari-, qui est
jaloux. Il sait quelle se faisait des mecs, mais il
ignore ou feint dignorer quelle continue de
sen faire. Elle dit quil ne saura jamais rien
pour nous, car sil lapprenait il la
flanquerait dehors, lui retirerait la garde des enfants
ou commettrait nimporte quelle autre folie. Elle
len croit capable.
Elle raconte que, sauf dans
certaines circonstances où elle a dû satisfaire les
caprices de clients, elle na plus jamais recouché
avec une femme, que jai été la seule dans sa vie
à lui inspirer des sentiments forts et sincères.
Je la crois.
Croire ou ne pas croire ne me rend
pas plus ou moins heureuse. Claudia, qui a relu ce texte
jusquici, veut savoir si nous étions heureuses. Je
lui réponds que oui.
- Comme avec toi. Exactement comme
avec toi, Claudia, lui dis-je.
Jai limpression
quelle va à nouveau fondre en larmes.
Va-t-elle pleurer ? Elle pleure,
parfois.
- Non, Claudia. Pas de crise de
jalousie, sil te plaît, la prié-je car je sens
quelle commence à sangloter.
Alors elle massure
quelle nest jalouse ni de moi ni de
lautre, mais du temps où nous étions très
heureuses et où elle nétait pas avec moi.
- Mais maintenant, Claudia, ne
sommes-nous pas heureuses ? lui demandé-je.
Du recoin doù elle se tient
dans le salon, elle me regarde sans un mot.
Elle vient tout juste de rentrer
après sêtre fait des mecs et sest mise à
ranger les disques.
- Si
nous sommes heureuses,
répond-elle au bout dun moment. Mais je voudrais
que tu effaces tout ça de ton crâne pourri
Je soupire. (Le petit cheval de
Franca Charreau devait éprouver quelque chose
danalogue). Elle ne ma pas entendue mais elle
sapproche. Je devine ce qui va se passer.
Jai vu juste.
Elle sappuie contre mon
bureau. Elle cherche à lire ce que jécris.
Elle retourne mes papiers et
commence, comme dhabitude, à parler de Franca.
- Cette pute !
Elle allait
avec des femmes
Elle couchait avec toutes les putes
paumées de Buenos Aires !
Quand elle est dans cet état,
Claudia sexprime toujours ainsi.
Elle me dit ensuite que je suis une
idiote, une imbécile, et répète que Franca était une
pute.
- Comme toi, mon amour,
rétorqué-je.
Je suis calme. Devrais-je pour une
fois perdre mon sang-froid et sortir de mes gonds pour
quelle arrête ?
- Tu doutes de moi !
sécrie-t-elle en pleurant. Tu ne crois pas en moi
!
- Cest faux, ma chérie, je
nai jamais douté de toi.
- Cest ça
grogne-t-elle. Cest parce que tu es sûre de toi,
parce que tu sors avec dautres filles
Parce
que tu vois encore cette pute de Franca
Cest
pour ça
Elle pleure et élève la voix.
Faut-il interpréter? Jinterprète :
- Non, ma chérie. Cest
probablement toi qui veux sortir avec dautres
filles
Pas moi
Moi, je suis très bien
derrière mon bureau
Tu te comportes mal
Daprès moi tu fais cela pour te sentir mal, pour
ne pas être mieux avec moi
- Et elle
Elle arrivait à
être bien avec toi ? demande-t-elle en abattant son
poing sur le bureau.
- Oui, Claudia, dis-je, craignant
quelle ne recasse quelque chose. Comme toi.
Certains jours, comme toi aujourdhui, elle ny
parvenait pas
Elle ne sait pas contrôler ses
réactions. Moi non plus je ne maîtrise pas mon absence
de réactions. Si je réagissais comme elle le souhaite,
tout serait différent. Plus violent, plus confus, plus
dangereux, mais ce serait peut-être mieux. Je vais
éteindre la lumière.
Je vois sa silhouette bouger dans
la semi-pénombre du salon et je devine ses desseins. Je
la menace :
- Si tu continues, Claudia, tu sais
ce qui va se passer
Mais elle continue :
- Tu nes quune
merde
Tu nes quune merde ! Une gouine
soûlarde et pourrie, comme ce que tu écris !
Elle hurle. Elle hurle de plus en
plus fort.
- Tu es une pute, comme Franca
Tous les voisins doivent
lentendre.
Je déteste leurs regards
indifférents dans lascenseur ou sur le palier.
Attentifs et polis, ils font comme sils ne nous
avaient jamais entendues. Ils sont ainsi : ils vivent en
feignant, en occultant ce qui se passe derrière eux.
Comme au cinéma ? Comme dans un cinéma. Comme dans la
vie.
Quelle arrête. Pour les
voisins, surtout. Je lui dis que je ne veux plus être
humilié par les voisins.
Elle continue :
- Pourrie
Gouine
Comme
ce que tu écris !
Cétait une pute !
Elle hurle, continue de hurler
jusquà ce que je me lève de ma chaise, la
surprenne par derrière et plaque mon avant-bras sur sa
bouche en immobilisant son poignet avec le bout de ma
ceinture. Désormais les voisins ne peuvent plus
lentendre.
Elle crie par le nez.
Jentends chacune de ses syllabes : « soûlarde »,
« gouine », « pourrie », « ivrogne ».
Combien de fois ne lai-je pas
entendue ! Je la renverse sur les coussins. Elle se
cambre.
Elle se cogne le front et les
oreilles contre le tapis et les pieds du canapé. La
soutenir nest pas chose facile.
Elle aura des marques.
Quand jai fini de lui lier
les mains, je me déshabille, la maintenant immobile en
posant un pied sur son ventre. Elle crie par le nez,
secoue la tête. Tout résonne.
Une fois nue, je commence à la
dévêtir. Ce nest pas simple. Claudia est forte
-elle pèse cinquante-huit kilos-, elle bouge et
résiste. Je commence à la caresser. Jembrasse ses
larmes. Jembrasse ses yeux, jembrasse sa
chevelure humide et je sens le goût de son sang : ses
cicatrices à la tempe se sont rouvertes.
Je létreins.
Je la sens se calmer peu à peu.
Alors je passe mes mains dans son
dos et je dégrafe la ceinture. Sa main dégagée se
plante dans mon ventre, sous mon dos. Elle me griffe,
mais reprend son calme.
Ensuite elle se détend et nous
nous embrassons. Les saveurs de nos bouches se mêlent :
larmes, sang, traînées de rimmel et de rouge à
lèvres. Nous nous serrons davantage lune contre
lautre et allons, enlacées, jusquau hamac ou
dans la chambre, pour nous bercer ou nous caresser. Elle
rit. Nous rions toutes les deux et, plus tard, après la
douche, quand nous sortons manger, elle éclate à
nouveau de rire en se rappelant la scène de ce soir. Je
ris en même temps quelle et les gens nous voient
rire. Pensent-ils tous que nous sommes très heureuses ?
Peut-être.
Mais ici personne ne nous connaît.
Ceux qui avaient coutume de dîner dans ces restaurants
ne fréquentent plus notre quartier.
- Tout change, lui dis-je, et je
voudrais quelle comprenne que je nai pas
lâché cette phrase au hasard, que ces deux mots
contiennent tout un enseignement quil lui faudra un
jour assimiler.
- Je suis heureuse
souffle-t-elle comme si elle avait compris, et elle
mavoue que si elle rencontrait un homme capable de
lui donner le quart du bonheur que je lui ai donné, elle
partirait avec lui, parce que je suis une poivrote
pourrie qui ne sait que détruire. Elle répète que je
suis une poivrote, quun jour elle moubliera,
ainsi que la probablement fait Franca.
Moi, je ris. (Les clients du
restaurant mont décidément vue beaucoup rire !)
Je ris parce quelle simule une scène pour me
tester -me provoquer-, mais lorsquelle me demande
pourquoi je ris, je mens et lui réponds que je ris
delle, car si je lui disais que je ris dun
pays, dune ville, dun restaurant où toutes
les tables sont pareilles, où les gens mangent le même
menu que le nôtre et où tout semble naturel, ou réel,
elle ne me croirait pas, elle aurait limpression
que je la trompe et irait peut-être jusquà me
faire subir un nouvel accès de violence.
1983
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